Tratando de decir un poco mas de lo que se calla

Como práctica, como un dado, pequeño, con varios lados y talvez demasiados puntos...

miércoles, 12 de mayo de 2010

El gesto de la muerte. Jean Cocteau




Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.


De Le grand Écart, de Jean Cocteau


El Imán. Oscar Wilde





H
ablamos de libre albedrío; Oscar Wilde improvisó esta parábola:

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que seria esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformo en impulso. ¿Por que no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que seria mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se dieran cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuando más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacia ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin, prevalecieron las impacientes, y, en un impulso irresistible, la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar, iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrío, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.


Del capitulo XIII de The life of Oscar Wilde (1946), de Hesketh Pearson.


El silencio de las sirenas. Franz Kafka



Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:

Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Polemistas. Luis L. Antuñano




Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra tratara [1] no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito. "Pago la copa para todos" le dice el santiagueño "si escribe trara". "Se la juego", contesta cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra. De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia: "Clarito, Trara"




En Cincuenta años en Gorchs. (Medio siglo en campos de Buenos Aires, Olavarría 1911).

[1] Trara: trípode de hierro para la pava del mate.

miércoles, 5 de mayo de 2010



No necesitas desgarra te la piel,
llenala de olvido y alivio,
suave seda
vuelve a ser


Un cuento más



Encuentro historias, en las puertas,

miles de caminos alrededor.

Sin más,

un cuento más.



Otro Crack!


P. 48